Esa mirada.

lunes, 10 de febrero de 2014

"No dejaré que nadie derrumbe nunca tu sonrisa."

¿Algo significativo? Conocí la tristeza de la pérdida por primera vez. Mi infancia no fue fácil, por mucho que pueda pensarse que sí pero, aunque nunca conocí a mi padre y mi madre no se serenó hasta que cumplí cinco años, yo no sabía lo que era tener algo y perderlo.

Ella se llamaba Virginia, Ginger, y gracias a ella fui feliz desde los trece hasta los dieciocho años. Fue la primera niña que no se asustó al verme, solo por ser... Como soy.

Cuando era pequeña, mi madre decía que yo era alguien "especial". Eso solo tiene un significado negativo para mí, aunque sé que ella lo decía con otra intención. Mi cabello era demasiado... Rojo y las madres del pueblo decían que era hija del demonio, que un color como aquel solo podría haber brotado de las llamas del infierno. El párroco de la iglesia local tampoco ayudaba. Las habladurías y rumores se mezclaron con algunos... Pequeños incidentes. ¡Yo era joven! Y la cosa se me iba de las manos. Bueno, el fuego se me iba de las manos.

A los diez años hice arder el cobertizo de los señores Danaher. Por primera vez. Aquellas cosas llamaban mi atención. Al detalle del fuego sumémosle alguna oveja muerta desangrada y… ¡Repito, era joven!

Ginger llamó mucho la atención el día que llegó. Era morena, de unos preciosos ojos castaños y una sonrisa encantadora. Su familia venía de Inglaterra, en busca de la tranquilidad campestre de la que era (y es) famosa mi amada Irlanda. La madre de Ginger tenía una enfermedad que desconozco y los médicos le recomendaron que se alejara de la gran ciudad. En resumen, Ginger era joven, sin marido (y sin intención de tenerlo) y, lo más importante, venía de la gran ciudad. Con dinero. Todos los niños, más jóvenes y más mayores, querían jugar con ella. Yo estaba en un gran prado que colindaba con mi casa, recogiendo flores con Lulú, cuando los vi llegar. Ellos me ignoraban, a veces me insultaban en la distancia, jugaban a sus juegos y yo permanecía al margen, feliz de poder verles jugar, como si yo jugase con ellos. ¡Pero podía jugar con Lulú! Aquel día, supongo que para “impresionarla”, fueron especialmente crueles conmigo.

Bueno, ya no importa.  

Ginger salió en mi defensa y, desde entonces, no se separó de mí. Le encantaba mi pelo, llegando a pasar horas y horas peinándomelo de distintas maneras. Era algo mayor que yo, pero tenía esa característica forma de ver el mundo como si fuera una niña pequeña, por tal de olvidar los malos tragos que le daba la vida | ¿OS SUENA? |. Ella me recordó lo que era sonreír. ¡Y reír! Nos reíamos por todo, con todo y de todo. Éramos felices. Éramos niñas. Me sentía como una niña por primera vez, ¡y me gustaba! Incluso le llegué a mostrar lo que era capaz de hacer con el fuego. Con su ayuda y con el tiempo los niños del pueblo dejaron de meterse conmigo, cuando descubrieron que era yo la que les ignoraba a ellos.

“No dejaré que nadie derrumbe nunca tu sonrisa. Eso era lo que siempre me decía Ginger y yo siempre le contestaba “Y, el día que dejes de sonreír, se apagará una estrella. “¡Tú eres mi estrella!”, me acababa diciendo siempre, haciéndome cosquillas para que estallara en risas.   

Yo cumplí dieciocho años y, pocos meses después, ella cumplió veintitrés. Llevaba varios años casada con el hijo menor de los Danaher (el cual, por cierto, acabó cogiéndome cariño). Yo no me casé, por supuesto que no, ¡pero a ella no le faltaron pretendientes! Hizo bien en elegir a Sean, era un buen chico, después de todo.

Nos encantaban las noches de luna llena y todas, todas, todas, todas, íbamos a la entrada del bosque, a jugar con las luces que yo podía crear. Después de todo, nunca dejamos de ser dos crías. Pero una noche se me adelantó. Cinco minutos, solo llegó cinco malditos minutos antes que yo y me dolerán toda la vida.  
Llegué corriendo, corriendo como siempre. “¡Ginger, Ginger! ¿Dónde estás, Ginger?”, la llamé a voces, como siempre. Pero nadie me contestó más allá de un gruñido que me hizo parar en seco.

Luego, lo vi.

Creo que jamás he gritado tanto. Aún se me entrecorta la voz al recordarlo. Aún la mano me tiembla cuando pretendo escribirlo. El lobo huyó al olerme y mi mejor amiga se iba sin moverse, dejándome sola a cada triste exhalación que la sangre le permitía.

"Por favor, Ginger. Por favor, por favor, por favor...". Me incliné a su lado. Supliqué y supliqué con los ojos llorosos y la piel hirviendo de dolor, llanto y rabia, viendo como ninguna de las dos éramos capaces de hacer nada. Ginger se iba.

"Llorar te sienta fatal, Rose. Se te sonroja demasiado la piel y tanto rojo trae mala suerte." Su voz se entrecortaba, pero se rió, casi como siempre. En aquel momento fui incapaz de verle la gracia y, a día de hoy, sigo sin vérsela. Pero, aún sin saber cómo, consiguió sacarme una sonrisa. Y, entonces, fue cuando se serenó, dejando de reír. "Sabes que no dejaré que nadie derrumbe nunca tu sonrisa... Ni siquiera yo." Por primera vez me miró seria y... Triste. Reflejó más tristeza que el día en el que su madre murió. 

"Ginger, no, Ginger, por favor..." Ella estaba cada vez más y más pálida y, aunque a día de hoy no estoy segura, creo que me lo pidió por favor, en un susurro leve pero que sabía que yo escucharía. Lo intenté, pero ni por asomo fui capaz de decirle lo que ella buscaba con la  misma claridad claridad con la que lo dijo.

"Y... El día que dejes de sonreír... Se apagará una estrella... ¡Por favor, Ginger!" Sollozando, abracé su cuerpo ensangrentado, buscando refugio en un cuerpo que moría con cada palabra que era incapaz de pronunciar.

"Tú eres mi estrella..."



Murió mi primera, única y mejor amiga de la infancia. Por eso no me gusta hablar de mis primeros años de vida. Por eso nunca hablo de Ginger. Por eso conozco algo muy cercano al odio por lo que siento por los licántropos. 

El cielo no pareció notar la muerte de Ginger. Ninguna estrella se apagó y casi puedo jurar que las conté todas entre lágrimas. Una y otra vez. No hubo cambios en el cielo.

Al día siguiente, mi pelo se volvió completamente rubio por primera vez. Nunca en la vida había experimentado un cambio tan rápido y, hasta entonces, lo más claro que había llegado a ver mi cabello era un rojo aclarado.

La estrella de Ginger se había apagado.


                  



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